19 de abril del 2024

Futbol y Literatura: "Los hombres lloran"

Y al final, me llevé dos. Un instante antes de pagarle, lo miré fijo y no sé bien por qué razón, impulsivamente, le dije al vendedor: -Mejor deme dos.

Sí, también para regalo. Recién entonces, al salir de ese bazar improvisado de Floresta, con un sobrecito en cada bolsillo, sentí que recobraba algo que había extraviado desde el sábado anterior;

Tal vez a mí mismo. Nunca se me habría ocurrido comprar dos de no haber estado parado ahí, frente a ese mostrador, que me costó más de una hora ubicar.

Había dado vueltas por el barrio, en las cuadras aledañas a la cancha, hasta descubrir que preguntando también se llega a un “localucho” de misceláneas baratas donde uno puede encontrar hasta lo invendible.

Cuando entré, ya cansado de entrar, preguntar, salir, y volver a preguntar en otros lugares; ya casi a punto de desistir, y los vi, ahí, colgados en un extremo a la derecha sobre la nuca del vendedor, sólo pensaba comprarle uno a Matías.

Para compensar aunque sea por un minuto su dolor, para demostrarle que a esta altura no existen humillaciones que lo hagan cruzarse de vereda, para que no renunciara y, también, para que pudiera recuperarse a sí mismo.

Pero mientras esperaba, viendo cómo las manos del vendedor envolvían el suyo, sentí la necesidad y el deseo de tener uno también. Pensé que me lo merecía. Supe que no había vuelta atrás.

Se me había metido adentro. Ya estaba pegado. Apretando los sobrecitos y tratando de imaginar la cara de Matías cuando abriera el suyo, subí al colectivo y en el viaje de regreso recordé cada minuto de esa tarde de sábado, con la sensación de que todas las fatalidades esconden el milagro en el rabo y que, por eso y no por otra cosa, ocurren. Matías siempre iba solo a la cancha. -Será porque debés ser el único de zona sur que es hincha de ese equipo de mala muerte -espetaba yo, sabiendo que aunque esto fuera probable, no era cierto.

Iba a solas por costumbre, pero sobretodo por puro placer. Todos los fines de semana, sin excepción, llevaba a cabo su rito solitario de seguirle los pasos a All Boys.

Por lo demás, no le gustaba hablar de fútbol; odiaba las sobremesas de bar que suelen armarse después de un encuentro televisado y, los jueves, cuando surgía el tema entre los pibes, después de jugar el partido, Matías se las ingeniaba para evadir la escena e irse. No sin antes recibir algún que otro comentario desmoralizador que masticaría durante un rato en el camino y que luego escupiría por ahí.

Lo suyo era una cuestión de fe reservada. Y para él todo lo que había para decir, se decía adentro de la cancha, durante los noventa minutos, en el único lugar y tiempo donde todo puede ser reversible y posible.

Lo que pasara antes o después era irrelevante, sencillamente irrelevante.

El jueves pasado, habíamos terminado de jugar, cuando pasó lo inesperado: milagro o fatalidad. Matías se sentó a mi lado y estiró el brazo con unos papelitos en la mano.

-Son para este sábado a la tarde, para que veas cómo es ser de los de abajo -me dijo.

Me quedé quieto, mirando las entradas, dubitativo. -Ya tengo planes -sentencié-. ¿Qué planes, si Boca juega el domingo? -¿Y por qué querría ir a ver a tus muertos de All Boys? -Porque vamos a ganar -dijo.

Asentí, con la vista todavía colgada del escudo blanco y negro del papel y después miré a mi amigo por el rabillo del ojo: -Eso ya lo veremos.

Tanto el viaje en tren como el del colectivo transcurrieron sin sobresaltos, llenos de una pasividad que se esforzaba por llegarle a los tobillos de las antesalas de los partidos que uno acostumbraba ir a ver.

Recién cuando llegamos a Lanús, aparecieron los síntomas visibles y audibles de lo que se estaba gestando.

Según los detalles técnicos que había alcanzado a leer en los diarios – a Matías no podía preguntarle, él no hablaba-, el encuentro era crucial.

All Boys disputaba la Promoción ante El porvenir. La semana anterior, habían jugado un partido que terminó con un empate. Esa tarde se disputaban la definición. Con un segundo empate, El Porvenir se quedaba en la Nacional B.

All Boys tenía que ganar o ganar; esa era su única posibilidad para el ascenso. -Si pierden o empatan… -empecé a decir. -Vamos a ganar -me interceptó él.

Aunque Matías no dijiera palabra, yo podía oler su nerviosismo aún estando a una legua de distancia.

Su ansiedad y su expectativa salivando con la lengua afuera y tironeando de la correa que trataba de refrenarlas hasta llegar a la cancha.

Matías apuró el paso, estábamos cerca. Mostramos nuestras entradas y pasamos.

Desde mi lugar de observador neutral, reconocía el estado de Matías y el de todos los que estaban de ese lado de la cancha. Quién no pasó por una situación similar, quién no sintió alguna vez cómo corroen los nervios, trepándose por las piernas hasta paralizar el cuerpo, endureciendo las ideas y haciendo de cada minuto una eternidad de tensión. Me senté en uno de los escalones de cemento, saqué el encendedor y después de varios intentos, el viento se decidió a dejarme encender el cigarrillo. Miré alrededor. La hinchada de All Boys era, en número, notablemente superior a la de enfrente.

-Somos como diez mil y ellos no llegan a quinientos. Quién iba a decir que All Boys movía esta gente -dije, con la ilusión de que Matías se descontracturara un poco y se fumara un cigarro conmigo.

Además, todavía faltaban como diez minutos para el comienzo. Pero se quedó de pie, con un tic nervioso que le sacudía arrítmicamente una pierna, mirando hacia el vacío de la cancha.

Salieron los jugadores y por fin, Matías empezó a comportarse como el resto, que ya venía cantando desde hacía rato.

Desde entonces funcionó como una máquina emisora de canturreos e insultos que sólo se apagó durante el entretiempo y unos minutos después de que terminara el partido. A mitad del primer tiempo, All Boys convirtió un gol.

Fue grandioso. Ni yo pude evitar la emoción. Matías bajó las gradas a zancazos, se aferró al alambrado y soltó el grito de una sola sílaba con la fuerza de cien mil pulmones juntos. Cuando volvió a subir me pegó con un abrazo.

-Vamos todavía la puta madre carajo-. Después, siguió gritando (porque no las cantaba, las gritaba) las mismas canciones que se repiten en todas las canchas con variaciones de una o dos palabras.

Ya sean de acá o de cualquier lugar, ya sean de quinientos, de miles, o de decenas de miles, las hinchadas se comportan todas igual.

Pero es distinto cuando uno lo vive desde adentro como parte activa, cuando uno no ve al resto, sino que lo siente, de cuando uno está en medio de miles de hinchas sin importarle demasiado cuál será el resultado.

Así es que, mientras todos apuntaban con sus lenguas y deseos hacia la cancha, yo me dediqué a observar las reacciones de esa gran máquina vociferante que jadeaba y se agitaba estimulada por los vaivenes de la pelota.

Noté que podía adivinar las jugadas sin necesidad de mirar al campo. La hinchada, a su manera, relataba el partido. En el quinto minuto del segundo tiempo, la máquina se apagó por un instante.

Se produjo un silencio absoluto que sólo se cortó cuando algunos atinaron a gritar para desahogar lo que la mayoría se tragaba con un dolor negro atravesado en la garganta: un gol de El Porvenir.

Miré a Matías; tenía los ojos cerrados y se agarraba la cabeza con las manos. El aire se había vuelto denso, estancado. El fatal momento en el que la máquina flaqueaba, en el que la fe se tambaleaba.

Si lo bueno se vivía como cuarenta veces más bueno, lo malo era cuatrocientas veces más malo. Y ésa era la peor noticia, pero había que seguir.

The show must go on. Always. -No importa, Matute, queda todo el segundo tiempo todavía. Matías asintió dándome la razón. Y decidido a no perder tiempo en lamentaciones, reanudó su incesante tarea de alentar, alentar como sea.

A mi derecha, vi como un viejo se arrodillaba con las manos apoyadas en el piso y suplicaba al cielo.Controlé las agujas del reloj, faltaban quince minutos para el final.

Matías seguía cantando como desde el primer minuto. Lo cual me tranquilizaba un poco.

Cuando quedaban cinco minutos, la garganta de mi amigo sonaba rasposa ante tanto esfuerzo sostenido, ya no podía gritar como antes, pero igual continuaba, resistía.

Faltaban tres minutos. Matías se metió el rosario en la boca y me pareció que rezaba, a pesar de que sé que él no cree. -Sólo le pedí dos cosas en mi vida. Y no cumplió con ninguna -me había dicho una vez-.

-Desde entonces, ya no le pido nada. -¿Y sino creés, qué hacés con un rosario colgado en el cuello? -Esto es otra cosa, en esto sí creo.

Pero igual, jugaría que estaba rezando, que volvía a pedirle otra vez olvidándose del pasado, de las cosas pedidas y no concedidas.

Dándose o dándole una oportunidad. Como sea, en un momento, empecé a rezar yo también que sí creo. Se estaba por acabar el partido, las caras de alrededor comenzaban a desfigurarse.

-Sólo dales el gol, dales el gol, por favor -pedía yo. Abrí los ojos porque Matías había empezado a cantar otra vez. Se hizo, pensé. Pero no. No había ocurrido ningún milagro y el tiempo se agotaba.

Matías siguió cantando hasta que se dio cuenta, unos minutos después, de que se había terminado. Fatalidad.

Entonces, devino eso que se entiende por odio, una quemazón amarga e interna que tiene que salir a afuera, que golpea los límites del cuerpo buscando salir y que uno desearía poder descargarla directamente sobre el culpable.

¿Pero quién es el culpable? ¿En quién tenía que recaer la carga de la desilusión que empezaba a pesar tanto de ese lado? Impotencia por no saber en quién y de no poder desahogar.

De repente, algo así como un recuerdo de la conciencia, pidiendo rescate entre tanta ira a punto de estallar, diciéndome al oído: -No es para tanto, che, después de todo es un juego. (¿Es un juego?)

Por primera vez desde que habíamos entrado a la cancha, Matías cayó vencido sobre el cemento. Los jugadores del equipo perdedor también estaban caídos en el campo sin poder levantarse, ni para despedir al adversario.

El duelo era tan sentido que tapaba al canto de festejo lisiado de los de enfrente. Así, pasaron unos minutos suspendidos de dolor aglutinado que parecía no poder moverse de ahí.

De pronto, con aplausos partidos, la hinchada hizo poner de pie a cada uno de los jugadores que, después de despedirse con las manos en alto, las palmas abiertas hacia la tribuna, desaparecieron.

Los puños de mi amigo contra la frente. Estaba llorando. Llorando la derrota. No pude soportarlo y bajé unos escalones deseando encontrar al culpable de una vez por todas para romperle la cara en mil pedazos.

Matías parecía haberse olvidado de mí y de cualquier otra cosa. La zona empezaba a despejarse, todos enfilaban hacia la salida del estadio con sus cabezas bajas, pateando papeles y fracaso, pero Matías seguía ahí, desahogando, sacándose de encima su inmensa desazón en forma de lágrimas. Nunca lo había visto así. No supe si era la primera vez que le sucedía, o era parte de su ritual semanal; no importaba.

Tampoco quise ni me animé a interrumpirlo. Un rato después, se acercó un cana y le dio unos toques con su bastón en la espalda: -Dale pibe.

Al tiempo Matías levantó la mirada; el cana no se había movido de su lado. Entonces se secó las últimas lágrimas y, por fin, se levantó. Yo empecé a respirar otra vez.

Se arrancó el rosario del cuello y ambos lo vimos perderse en medio de la nada que había quedado.

No dijo ni una palabra en el colectivo, ni una palabra en el tren de vuelta. Ni un chau, cuando nos despedimos. Sentí cómo la derrota y la vergüenza de mi amigo me pesaban, eran mías también. Gane o pierda, Boca ya es lo que es, pensé. Pero un equipo como All Boys puede serlo todo todavía, puede estar en el punto límite entre pegar el gran salto o caer y no ser nada, o ser menos que nada.

-Para que veas cómo es ser de los de abajo -me había dicho. Los que están arriba sólo aspiran a mantenerse dónde están. Los que están abajo tienen más que ambicionar y más que soñar.

Y si se produce el salto, si lo imposible se alcanza, es ahí cuando se produce el milagro por el que valen la pena esas lágrimas, que a mí nunca se me cayeron por mi equipo.

Y tal vez sea esa la razón por la cual hoy, me fui hasta Floresta, barrio del Albo, y compré dos rosarios blanquinegros en vez de uno.

Para que Matías no se diera por vencido, para que volviera a creer y para que en la próxima yo pudiera estar ahí, a la par de él, gritando sin parar, como máquinas; y llorando si hiciera falta.

Juan Soler